Mirar. Equivocarse. Impacientarse. Mirar una y otra vez. Luego, al fin, encontrar. Una sola fracción de segundo, esa fracción, desata la secuencia inmortal.
Es esta la vida del fotógrafo: balanceo infinito entre la luz y el tiempo, evanescente, continuo y caprichoso, cómo único maestro del juego. Pero, igual que la sombra, la luz es indomable. Y aunque a veces sea suave y ligera, a menudo su poder es aplastante. Se sabe perseguida.
Sin eso, la fotografía no existe.
De repente, de esa danza, el arte nace y nos revela sus sutilezas más secretas. He ahí las esencias. La realidad se desnuda delicadamente y muestra su riqueza, su belleza y sus símbolos. Así, la mirada se completa en el ojo del espectador cómplice, quien acompañará el valioso despliegue: la vida en plena luz.